Capítulo 6.

Abrí los ojos y me encontré mirando un techo blanco como la nieve. Estaba en un hospital, el olor era inconfundible. Pero había una cosa que reclamó rápidamente mi atención, el ojo derecho seguía cerrado, sin lugar a dudas por alguna venda.

Intenté incorporarme, pero no podía moverme, ni siquiera la cabeza. No sabía que había pasado y solo recordaba vagamente ciertas cosas del café con Rilke. Recordaba estar tomando un café tranquilamente y charlando, cuando de repente me agarró del brazo y con una patada me tiró de la silla. Y después la oscuridad hasta que abrí los ojos hacía un momento.

- Buenos días. Parece que ya se ha despertado -, dijo una voz bastante aguda, y aunque no podía ver quién era el que lo había dicho, era claro que era un hombre -. Soy Losis Grinme, médico de urgencias del hospital de Tumbe.

- ¿Cómo estoy? -, logré articular tras varios intentos. Tenía la boca pastosa y me costaba hablar -. Apenas si me siento el cuerpo… y sea claro, por favor…

- Eso es por los calmantes que le hemos puesto -, explicó con calma -. En cuanto a “cómo está”, le diré claramente que: su brazo izquierdo está roto, concretamente a la altura del antebrazo; también tiene rota la tibia de la pierna derecha; múltiples heridas de astillas de madera por todo el cuerpo, unas cuantas en los parpados del ojo derecho, por lo que hemos tenido que vendarlo... -, enumeró con una sonrisa -. Por lo demás ha salido mucho mejor parado que el camarero del café.

- ¿Cómo está Rilke? -, pregunté inconscientemente.

- Perfectamente. Su entrenamiento ha hecho que reaccionara muchísimo más rápido que el resto y, de hecho, le salvó la vida. Tendrá que agradecérselo en cuanto salga.

- ¿Y cuándo será eso? -, suspiré. Estaba seguro que tendría que pasar una semana o más allí metido.

- Pues cuando sea, puede que en dos o tres días pueda volver a su casa. En cuanto volver a trabajar, puede que pase algo más de tiempo -, explicó con voz paternal. Siguió hablando durante bastante tiempo del tratamiento que tendría que seguir y del tiempo que pasaría en el cuarto del hospital. No mucho, pero demasiado para mi gusto.

Después de la visita del doctor Grinme me quedé dormido de puro cansancio, hasta que me despertó el olor dulce de la comida del hospital. Sin duda tenía mala pinta. Era comida procesada, cuatro bloques de comida sintética de distintos colores y sabores. La comí con desgana, siempre tenían un sabor insípido en comparación con el resto de las comidas, pero tenía un hambre canina así que cogí el tenedor y comencé a devorarla con avidez.

Cuando me retiraron la bandeja encendí la televisión de la pared. No recordaba gran cosa y quería saber cómo había quedado la cafetería.

- “¿Qué desea ver?” -, preguntó la televisión

- Tumbe Televisión. Noticias locales.

- “Hay treinta y cuatro noticias locales en emisión hoy. ¿Desea alguna en particular?”

- Si. Noticias sobre accidente de tráfico en una cafetería.

No había acabado de pronunciar eso, la pantalla pasó a mostrar imágenes nítidas del estado de la cafetería tras el accidente, con una periodista de pelo largo de color naranja suave y ojos azules hablaba a cámara, pero todo lo que decía era que aún se estaba investigando, de una u otra forma. Escuchándola también me enteré que había un muerto, un contable que era cliente habitual y diversos heridos, entre los que me encontraba yo, el camarero y un par de clientes.

Mencionaron a Rilke, aunque no por su nombre. Solo decían que un miembro del regimiento acantonado en Tumbe, el 433º de Infantería Ligera de Danu, había realizado una actuación heroica al salvar la vida a los supervivientes, y que pese a los intentos, le fue imposible rescatar con vida al contable al hallarse atrapado bajo el vehículo.

Se mostraron imágenes de las cámaras de seguridad en la que se veía como Rilke me tiraba al suelo y acto seguido el auto entraba por la ventana, golpeándome en el brazo. Pusieron esa escena una y otra vez, cada vez de un modo más lento, señalando y destacando los puntos más interesantes. Utilizaron cámaras de vigilancia de la avenida principal y mostraron el accidente desde fuera.

Ya cansado de tanta repetición acabé por dormirme otra vez, pero en esta ocasión fue un sueño intranquilo, en el que me desperté muchas veces, con la pierna y el brazo doloridos.

Me desperté a la mañana siguiente tremendamente dolorido y tras los inconvenientes matutinos de todo ingreso hospitalario me tumbé en la cama, sin saber muy bien qué hacer el resto del día. No tenía ganas ni ánimo como para trabajar y tampoco me atraía la idea de pasarme el día tirado en la cama.

La pantalla de la habitación se encendió y sonó una voz me anunció que tenía correo, así que sin más accedí a mi cuenta. Tenía un mensaje prioritario en el que me concedían una baja médica de una semana, y una lista bastante larga de video-mensajes personales de mis padres, de Irine, de mis ex compañeros de la central de Sukia, de Jan… y así seguía la lista, casi cincuenta mensajes. Al parecer mis padres se habían enterado del accidente y habían extendido la noticia por Sukia.

No podía grabar cincuenta mensajes, así que solo los hice para mi familia y algunos amigos y luego uno genérico. Con la bata azul celeste del hospital y media cara vendada, era difícil grabar algo tranquilizador. Aunque después de varios intentos acabé conforme con los mensajes, así que los envié. Llegarían a su destino en seis horas.

Me quedé pensativo mirando la pantalla sin ver la insulsa programación que aparecía en ella. Pensé en la suerte que tenía por haber salido con vida de aquel café, en que mala era la comida del hospital, en lo pequeño de la habitación, en como echaba de menos las ventanas... Lo peor de todo era que no podía caminar, porque tenía el brazo y la pierna conectados a una máquina extraña, me habían dicho que aceleraría la soldadura de los huesos. Unos días conectado a aquello y luego me enviarían a “casa”.

Llevaba lejos de Danu3 más de dos meses y medio, sabía de sobras que ya no pertenecía a aquel lugar y, sin embargo, seguía considerándolo como mi hogar, mi casa. El frío apartamento que tenía asignado no me parecía nada acogedor y no era para mí, sino un sitio donde dormir. En realidad solo había hecho eso en el apartamento en las dos semanas que llevaba en el. Apenas si tenía algo de comida precocinada y ni siquiera había acabado de sacar la ropa de la mochila en la que la había traído.

El volver a aquel apartamento vacío me pesaba en el alma como una losa, sobre todo porque tendría que pasar en él una semana (más o menos) sin hacer nada, y las frías y desnudas paredes resultaban más asépticas e impersonales, si cabía, que las de la habitación que ocupaba ahora mismo en el hospital. Quería ir a algún sitio cálido y agradable, de suaves colores y con vistas a un paisaje boscoso, pero sabía que en esta pequeña luna no había ningún paisaje así.

Durante los tres días que pasé ingresado no recibí visitas. No las esperaba, desde luego, pero me habría gustado. Era imposible que mis padres o amigos cruzaran medio sistema para visitarme al hospital (y además prohibitivo), a mis compañeros de trabajo les caía gordo (seguramente porque iba a convertirme en su jefe), los pocos vecinos que había conocido no vendrían a visitarme (tras solo hablar unos cuantos minutos en dos semanas), ni tampoco vino Rilke.

Finalmente me dieron el alta y para mi sorpresa, a las puertas del hospital me encontré con un par de periodistas y dos cámaras, que comenzaron a gravar mientras me hacían preguntas inconexas y banales. Finalmente conseguí librarme de ellos y montarme en un auto que, tras un viaje largo y rápido, me dejó con calma en el portal de mi edificio de apartamentos. Caminé hacia el ascensor con lentitud, apoyándome en la muleta y con el otro brazo en cabestrillo, que aunque podía utilizarlo “casi” normalmente, no convenía que lo sobrecargara.

A medio camino me detuve en las expendedoras automáticas y me quedé pensando que podía coger. Casi todo eran comidas precocinadas, rápidas, cómodas y de sabor aceptable. Cogí un par de raciones de “Tronsau” de aspecto lamentable y, en cuanto entré en mi apartamento las metí en la nevera. Me saqué la ropa que había comprado en el hospital para volver y la lancé a una esquina, donde se amontonaba la ropa sucia que tenía.

Tal vez, hacer la colada y ordenar lo poco que tenía me hiciera pasar el rato más o menos entretenido. Bajar la ropa a la lavandería y colocar la poca ropa limpia que me quedaba en la mochila en el armario, me llevó el resto de la mañana, y cuando acabé, ya casi era hora de comer. Puse una bandeja precocinada en el micro de la cocina y automáticamente se puso en marcha.

Unas campanas suaves anunciaban que alguien llamaba al portal de los apartamentos. Era Rilke, así que la dejé pasar. Instintivamente miré a uno y otro lado para comprobar que nada estuviera demasiado fuera de sitio, por suerte tuve el impulso de limpiar. Y justo cuando sonó el pitido del micro, le abrí la puerta.

Llevaba unos pantalones ceñidos que marcaban sus largas y musculosas piernas, una camiseta elástica se adhería a su torso musculoso y estilizado, que disimulaba con una chaqueta corta de cuero abierta. Su pelo rubio al estilo militar, resaltaba los pequeños pendientes rojos con forma de llama que llevaba. Sus oscuros ojos azules se clavaron en mí, nada más abrí la puerta y me dedicó una media sonrisa mientras me saludaba con la mano.

- Buenas. Pareces hecho polvo…

Munca la había visto de civil. Estaba preciosa.

Capítulo 5.

Me desperté con todo el cuerpo humedecido por el sudor. Temblando de miedo y con la boca seca. Como casi todas las mañanas desde hacía casi dos años. Mientras tomaba un trago de agua me sequé rápidamente con la toalla que tenía bajo la cama. No era digno que un soldado se despertara por sus pesadillas todas las mañanas, y menos estando en un lugar tan tranquilo como Tumbe.

Miré mi reloj de reojo, aún quedaban veinte minutos para el toque de diana. Así que me tumbé en la cama y me quedé mirando el techo oscuro de los barracones, intentando tranquilizarme. De vez en cuando daba algunos tragos a la cantimplora, ya casi vacía, que escondía detrás de mi taquilla, mientras me relajaba e intentaba disfrutar de aquellos momentos tranquilos en la cama.

Las luces del barracón se encendieron y empezó a sonar “En Marcha Soldados” por los altavoces. Todos nos pusimos en pie, la mayoría se despertaron uno o dos segundos antes de que empezara a sonar la música, como un acto reflejo adquirido a lo largo de muchos años.

Teníamos 15 minutos para formar en el patio de instrucción. Pero antes de eso teníamos que hacer las camas, limpiar los barracones, y ponernos el uniforme de combate, con todo el equipamiento de entrenamiento, que se solía reducir a unos veinte o veinticinco kilos de lastre, repartidos en todos los huecos y bolsillos externos de la armadura.

Como todas las mañanas apenas si charlamos, solo algunas pullas mientras limpiábamos, pero en cuanto salimos al patio, todos estábamos en un silencio sepulcral, al igual que el resto de las escuadras. Formamos al trote en el patio y el comandante de la compañía, comenzó a pasar revista. Como todas las mañanas.

Después de eso seguimos haciendo lo que hacíamos todos los días. Dos horas de carrera a buen ritmo y un desayuno rápido en las propias pistas. Luego, otras dos horas de ejercicio en la pista de obstáculos, otra hora de carreras y dos horas en el campo de tiro. Una buena y rutinaria mañana de entrenamiento intensivo. Y después una ducha caliente y comida abundante en la cantina del regimiento.

El ruido de las charlas llenaba toda la sala del comedor. Y, tras coger la bandeja con mi ración aún sellada, busqué a Ober con la mirada y la encontré en una de las mesas de un lateral, que todavía estaba vacía.

- Ya era hora -, me dijo con la boca llena -. Llevo aquí casi diez minutos. ¿Y el resto?

- No tengo ni idea -, dije mientras me sentaba en frente de ella -. Estarán en la cola.

- ¿Qué ha pasado hoy? ¿Alguno se ha tropezado?

- Rash -, dije mientras abría el sellado de bandeja.

- ¿Otra vez? -, dijo Ober levantando una ceja.

- Otra vez -, comenté resignada cogiendo un tenedor -. Y otra vez en el campo de tiro.

- ¿Cuántos puntos sacó hoy?

- Solo 42 -, dijo Rash, con cara de pocos amigos -. Es un nuevo record.

- Si. El record de peor puntuación del regimiento -, dije con enfado -. ¿Por qué coño no practicas más?

- Sabes de sobra que prefiero el cuerpo a cuerpo -. Me guió un ojo y posó marcando todos y cada uno de los músculos de su cuerpo. La camiseta parecía que iba a estallar, por suerte eran semi elásticas.

- Pues entonces, que tengas suerte -, dijo Ober levantando el vaso de metal con agua -. Si consigues llegar al cuerpo a cuerpo harás estragos, pero dudo que tengas muchas oportunidades de hacerlo.

- Si, nunca lo has conseguido en los entrenamientos -, comente -. ¿Qué te hace pensar que podrías llegar en un combate real?

Se hizo un silencio tenso en la mesa que duró hasta casi acabar la comida. Esa cuestión solía molestar mucho a Rash. Era demasiado grande para ser rápido a la carrera, y además era tan corpulento que era muy fácil atinarle en los entrenamientos y con la mala puntería que tenía solo podía garantizar darle a la diana a menos de diez metros, y eso con una ráfaga de rifle de asalto. Rash solo tenía un punto bueno para el combate, y él sabía perfectamente cual era. El cuerpo a cuerpo. Era el campeón del regimiento en combate cuerpo a cuerpo desarmado, el subcampeón en combate a cuchillo, y estaba entre los cincuenta mejores en esgrima.

- ¿Vamos al campo de tiro? -, me preguntó Rash.

- Me voy a pasar por la biblioteca. ¿Qué tal mañana?

- Vale. Reservaré una calle para las 16 -. Dijo mientras se tomaba la última bola de cacao del postre de un bocado -. Yo me voy al gimnasio.

- Si. Te hace falta. Cada vez tienes los brazos más delgados -, comentó Ober -. ¿Cuánto levantas? ¿Doscientos? ¿Trescientos?

- Ayer levanté ciento setenta y dos kilos -, dijo sin inmutarse mientras se iba.

- Ya fuiste a la biblioteca ayer -, dijo Ober cuando vio que Rash ya se había marchado -. ¿Qué está pasando aquí?

- Bueno. ¿Te acuerdas que hace un par de semanas me mandaron al espaciopuerto con Rash?

- Si. Pero espero que no sigas dándole vueltas al entrenamiento que os perdisteis -, dijo mirándome directamente a los ojos. Esos ojos grises de Ober, parecían ver a través de ti cuando te clavaba la mirada.

- No es eso. ¿Te acuerdas del ingeniero que te mencioné? Me dejó un mensaje ayer.

- ¿Tan buenas migas hicisteis? -, dijo incrédula -. Por cómo me lo has descrito no creo que sea de los que hacen amigos rápidamente.

- Ya, bueno. Nunca se sabe -. Dije mientras tomaba un trago y miraba el reloj en la pared del comedor -.En fin, yo me voy que no quiero llegar tarde. Adiós.

- Ya me contarás -, se despidió.

Mientras salía del cuartel iba pensando que enseñarle Tumbe a Tulius era una buena manera de romper la rutina diaria. Además, generalmente los soldados teníamos unas cuantas horas del día a nuestra disposición exceptuando, por supuesto, cuando estábamos de guardia o patrulla, se organizaban entrenamientos conjuntos o extraordinarios o cuando había maniobras. Generalmente por las tardes nos entrenábamos sin descanso, y algunos también estudiábamos por nuestra cuenta o seguíamos algún curso de especialización, para ver si con un poco de suerte nos ascendían en la siguiente evaluación, o por lo menos intentar que nos destinaran a algún cuerpo en concreto.

El auto se detuvo en el café en el que había quedado con Tulius, me bajé y mire mi reloj. Llegaba justo a tiempo. Ni un minuto antes, ni un minuto después. A través de los cristales de la cafetería, vi como Tulius leía en su tableta de datos y parecía escribir algo, sentado en una de las mesas. Se le notaba concentrado, y desde luego no se dio cuenta de que había llegado hasta que me senté enfrente de él.

- Buenas. ¿Eres un adicto al trabajo y no me lo habías contado en el tren? -, dije a modo de saludo.

- ¡Ah! Hola. No te había visto -, dijo poniéndose colorado -. Te parecerá raro, pero es que acabo de salir de la oficina y estaba aprovechando para adelantar trabajo.

- Parece que aquí hacemos todos lo mismo… -, comenté con una sonrisa en los labios mientras me sentaba al otro lado de la mesa.

- ¿Quieres tomar algo? Venga, que te invito. -, dijo dándole el último sorbo a una taza de bebida aún humeante y llamaba al camarero levantando la mano.

- Claro. Por cierto, pareces de mejor humor que en el tren. Se te ve algo más animado.

- ¿Ah, sí? No sabría decirte… -, comentó distraído mientras metía sus cosas en una bolsa que tenía a su lado -. Será que con el trabajo me distraigo.

- ¿Y cómo lo llevas? ¿Mucho trabajo?

El joven camarero nos acerco y se quedó esperando el pedido y tras mirar a Tulius para que pidiera, me di cuenta que esperaba que fuese yo quien pidiera primero. Mientras esperábamos a que nos trajeran lo que habíamos pedido, seguimos charlando:

- No tienes ni idea -, dijo con una media sonrisa -. Al principio pensaba que iba a ser un trabajo aburrido y tranquilo.

- ¿Y no es así? Esta luna es muy tranquila.

- Si, es muy tranquila. Pero a los dos días ya me di cuenta que se pierde energía por todos lados. Casi la mitad de la que se produce se pierde.

- ¿Se puede perder tanta energía? –, pregunté con incredulidad.

- Si se puede perder tanta, pero te garantizo que si encuentro como solucionarlo (y lo haré), podré volver a mi casa -, dijo con un brillo en los ojos.

- Sigues sin querer estar aquí, ¿no?

- ¿Tanto se nota? –, mientras se encogía de hombros. El camarero llegó con un par de tazas color crema, con unos cafés humeantes y un plato con varias pastas -. No acabo de acostumbrarme a este sitio. Es como si las paredes se cayeran sobre mí y no pudiera moverme.

- Aquí hay espacio de sobra, no te entiendo. Hay instalaciones de entrenamiento, para correr y para sudar -, dije con incredulidad. Pensaba que si se quería, hasta en una caja de dos por dos se podía hacer ejercicio y desahogarse.

- Llevo dos semanas sin parar de trabajar, no he podido ver la ciudad -, dijo a modo de disculpa mientras removía con suavidad el café-. De hecho te llamé para ver si me echabas una mano con eso.

- ¿Quieres que te enseñe la ciudad? -, pregunté con cierta incredulidad -. ¿Por qué yo?

- Sencillamente porque me caes muchísimo mejor que mi jefa y mis compañeros de trabajo y que no conozco todavía a nadie más. No te importa, ¿verdad?

- ¿Te caen mal y tienes que trabajar con ellos? -, me parecía inconcebible. Siempre había hecho buenas migas con mis compañeros de unidad, incluso siendo cadete en la Academia -. Increíble.

- Ya no es la primera vez que me pasa. Es tolerable siempre que tengas buenos amigos fuera del trabajo -, dijo mientras sorbía pausadamente su café y me miraba fijamente a los ojos -. Y algo que hacer para liberar tensiones y relajarte.

- ¿Y qué hacías antes de venir aquí?

- Conducir a toda velocidad, correr, ver películas… lo que fuese con tal de relajarme.

- Aquí seguro que podemos encontrarte algo que hacer -, le dije mientras apuraba mi café. Era la primera vez que tomaba un café tan bueno. También era la primera vez que estaba en una cafetería. Generalmente no iba a cafeterías y sino a bares con el resto del batallón, pero ese sitio era tranquilo y relajante -. ¿Qué te parece ir a correr? Podría conseguirte acceso a las pistas de entrenamiento.

- No me convencen las pistas cerradas. Parte del encanto es correr al aire libre o con compañía.

- ¿Y por qué no corres en el parque…?

Con el rabillo del ojo había visto como un auto vacio se movía por la avenida, muy rápido. Demasiado. Cuando no tomó la curva y se lanzó contra la ventana de la cafetería, estaba alerta y pude agarrar a Tulius por el brazo y lanzarlo al suelo conmigo, justo al tiempo que la mole del vehículo automático atravesaba la ventana a toda velocidad y se empotraba contra el mostrador de madera.

Con la fuerza del impacto, la madera de la barra se combó y deformó hasta estallar y lanzar astillas y trozos de madera en todas direcciones, exactamente igual que hacía una mina contrainfanteria. Por suerte solo la estaba mirando de refilón y una nube de astillas y trozos de madera se me clavaron en el costado y el brazo. El coche se quedó en un precario equilibrio contra los restos de la barra y una mesa tumbada.

Miré a Tulius. Estaba tirado en el suelo, inconsciente y con la cara manchada de sangre. Estaba justo debajo del auto, así que me arrastré hacia él y lo saqué de allí arrastrándolo sin casi dificultad. Salí por la puerta de cristal de la entrada, que se abrió automáticamente en cuanto nos acercamos a ella.

Ya fuera, lo tumbé junto a una pared y a cierta distancia de la entrada, lo examiné por encima y pude ver que tenía el brazo izquierdo roto y doblado por un sitio incorrecto y la cara ensangrentada llena astillas. Estaría bien. Los curiosos comenzaban a llegar, pero ninguno parecía por la labor de hacer nada útil, así que me incorporé y volví a la cafetería en busca de más supervivientes.

Tras casi dos años de tedio absoluto y entrenamiento, desde que había vuelto de Seydlitz, volvía a sentir lo mismo. Una descarga de adrenalina brutal e inigualable. El azar casi me había vuelto a pillar por sorpresa. Pero esta vez no había caído en su trampa.

Capítulo 4.

Tumbe, menudo sitio. En el plano aparecían un sinfín de corredores y pasillos que hacían las veces de calles y cajas herméticas que hacían de habitaciones. Sentía que me estaban enterrado vivo y, de hecho, estaba siendo enterrado en las entrañas de aquella luna. Aquella ciudad estaba, en algunos puntos, excavada a más de mil metros de profundidad, para evitar que calor se escapara al exterior.

Cuando llegamos a la estación de Tumbe, los dos soldados con los que había venido charlando sobre las “excelencias” de aquella colonia, se despidieron de nosotros y se alejaron entre la multitud. Tenía ideas enfrentadas sobre ellos. Rilke me cayó más o menos bien, por lo menos me reí con sus chistes, pero Rash… tenía pinta de ser un cabrón desalmado, que podría partirme en dos con un brazo atado a la espalda. Y la verdad es que me alegré cuando lo vi perderse entre la multitud de aquella sala.

Rilke, me había pasado un mapa de tumbe a mi tableta de datos y me indicó como llegar al apartamento que me habían asignado, así como me dejó marcado algunos lugares más que podían interesarme, como algunas cafeterías y las zonas destinadas al deporte. De todas formas, antes tenía que pasarme por el Urbs, para los trámites de traslado de residencia y para que me dieran las llaves de mi nuevo apartamento.

La estación era grande y funcional, sin adornos, sin decoraciones arquitectónicas. Fría y aséptica. Otros trenes estaban detenidos en los andenes y multitud de mineros entraban y bajaban de ellos por los, supuse, cambio de turnos que se solían realizar. Avancé entre la multitud embebida en monos y trajes de trabajo y me dirigí, intentando parecer tranquilo, hacia la salida. Unas puertas grandes y metálicas, con cristales translucidos y lisos de color anaranjado y un enrejado decorativo, dejaban pasar una gran cantidad de luz.

Cuando traspasé las puertas, me quedé casi deslumbrado. La luz inundaba la Cúpula de Tumbe. En el plano era obvio que la Cúpula era el centro de Tumbe, un circulo de un kilómetro de lado a lado. Sin embargo La altura de la cúpula sobrecogía y parecía que casi se podrían formar nubes en ella. Justo enfrente a la puerta de la estación discurría una amplia avenida empedrada por la que la gente caminaba ajetreada y un gran número de vehículos automáticos discurrían por el centro. Al otro lado de la avenida los árboles y arbustos crecían en un jardín y podía ver entre ellos como un campo con un césped bien verde se extendía hacia la pared opuesta. El lugar prometía, pero no dejaba de ser una caja hermética, donde no se veía el cielo anaranjado de esa luna.

Volví a mirar la tabla y vi que todos los servicios gubernamentales y las mejores tiendas, entre otras cosas, estaban construidos contra las paredes de la cúpula y con acceso directo desde la misma. Había “avenidas” que comenzaban en la cúpula y se alejaban perpendicularmente, del centro de la misma y, por lo que pude ver en el plano, también bajaban, de modo que la Cúpula era la parte más alta de la ciudad.

El Urbs estaba exactamente al otro lado del parque, así que decidí coger uno de los muchos y pequeños vehículos sin conductor ni paredes que estaban detenidos en el borde de la avenida. Una agradable voz femenina me dio la bienvenida a bordo:

- “ Por favor, indique su destino en voz alta”

- Al Urbs, Departamento de Energía -, dije con voz clara.

- “Llegada estimada en cuatro minutos y medio” -, puntualizó la voz mientras comenzábamos a movernos.

Aquel auto se movía con agilidad y velocidad entre el tráfico, en algunos momentos casi rozando los laterales del resto de autos. Cuando se detuvo enfrente de un edificio de piedra negra, labrada y decorada con motivos geométricos, supuse que era el Urbs, lo que confirmó con claridad la voz que salía del auto.

- “Urbs. Final de viaje” -, anunció el auto -. “Puede apearse del vehículo.”

No sabía muy bien si tenía que pagar algo por el servicio, pero como no dijo nada más, supuse que no sería necesario. Me apeé y miré la fachada del edificio el tiempo suficiente como para tomar una bocanada de aire, centrarme y abrir la puerta acristalada y enrejada.

Una varada de aire caliente me golpeó en toda la cara. Había por lo menos quince grados de diferencia entre la cúpula y aquellas oficinas. Una joven recepcionista de pelo rosa estaba tecleando con desgana mientras, de vez en cuando, tomaba un sorbo de una taza iridiscente que cambiaba de color. Ella me envió a una oficina en la planta superior donde, después de rellenar un montón de formularios, me dieron la tarjeta de acceso a mi apartamento.

Con ella ya en el bolsillo, me dirigí para presentarme en el Departamento de Energía y así conocer al jefe del departamento y a mis compañeros de trabajo. La oficina era pequeña, no tenía ventanas y las luces estaban apagadas. Un fuerte olor a sudor, polvo estancado y mala ventilación anegaba toda la oficina. Mientras contenía las arcadas que me producían ese olor nauseabundo intenté discernir el interior de la sala y puede ver una oscura figura encorvada y durmiendo sobre una mesa metálica, con varias tablas de datos apiladas en un lado y una botella de licor vacía tirada en el lateral de la mesa metálica.

“Genial, mi jefa es una borracha. Y pensaba que no podía ir a peor”, pensé. Encendí las luces de la sala y entré. La figura, se incorporó rápidamente y con cara, entre susto, sueño y borrachera, me miró. En ese momento pude verla con claridad. Media melena grisácea, con reflejos pelirrojos, la cara llena de arrugas, y unas terribles ojeras, que no sabía si era por la bebida, por falta de sueño o por la propia edad de la, ya anciana, ingeniera.

- Vaya, eres más joven de lo que me habían dicho -, dijo con una voz ronca.

- Soy Tulius Muria, Tellus Sextus e Ingeniero de Producción Energética de Clase 1 -, me presenté con formalidad -. Me presento para el servicio en el puesto asignado. Encantado de conocerla.

- Uy, que formalito… Seguro que hasta no bebes -, dijo con guasa -. Pero como gustes. Me llamo Herena Gaius, Tellus Sextus, Ingeniera de Producción Energética de Clase 1 y seré tu jefa durante ocho meses, justo hasta que me jubile y este puesto de mierda, en esta colonia de mierda, será tuyo. Seguramente hasta que te mueras… Si no la cagas antes -, comentó con un brillo de ira en los ojos. Supe de inmediato que no haría buenas migas, y que seguramente, esos primeros seis meses se me harían eternos.

- No creo que la cague. Nunca la he cagado y llevo algún tiempo en esto.

- Ya veremos -, dijo con desgana -. Mañana a las 8.00 en esta oficina para que te enseñe las instalaciones. ¿Te has leído la documentación previa? ¿Te has puesto al día? -, añadió, ahora con desdén.

- Sí, he tenido tiempo de sobra para hacerlo. Ahora tengo que instalarme en mi apartamento. Hasta mañana.

Me di media vuelta y me marché con un paso tranquilo. Sin embargo las palabras de Herena aún sonaban en mi cabeza. “Ese puesto de mierda sería tuyo”, había dicho. Me iba a convertir en ocho meses, en el jefe. Empezaba a sentir como los pasillos se inclinaban y movían, pero logré sobreponerme y, cuando salí del Urbs el frío se coló por el frente de mi abrigo, pero en vez de encaminarme a mi apartamento, crucé la calle, entré en el parque y me tumbé mirando al techo a doscientos metros de altura recostado contra la corteza del primer árbol que encontré.

“En cuanto llegue a Danu6E, tendrá que hacerse cargo un puesto de responsabilidad.” Me habían dicho en Sukia. “El responsable del Departamento de Energía de Danu6E le pondrá al corriente de los pormenores de su cargo”. Los pormenores de mi cargo… El único pormenor era que tendría que controlar la producción energética de todo un planeta (luna, me recordé), pero aún así… El suelo parecía dar vueltas y vueltas con el techo deformándose en las alturas.

Cuando desperté, las luces se habían oscurecido, aunque seguían brillando, y un viento, aún más frío que antes se colaba por mi abrigo. Sin duda era eso lo que me había despertado. Me incorporé y me encaminé hacia la zona donde se suponía que estaba mi apartamento. Sabía que quedaba algo lejos, así que me dirigí hacia uno de aquellos vehículos automáticos estacionados en un lateral de la calle principal, me monté y le indiqué a la agradable voz de antes a donde quería ir, “Apartamentos Claxion.”

La Cúpula estaba más tranquila que cuando había llegado, y también más oscura. Ya casi no había gente, aunque pude ver a algunos grupos de mineros, la mayoría borrachos, desafinando y gritando malas canciones mientras se reían con estruendo, que salían de una de las avenidas principales. Rápidamente los dejé atrás y seguí rodeando el parque principal. Pude ver algunas cafeterías, tiendas cerradas, el hotel… que daban directamente a la cúpula y su jardín. Sin duda era la mejor zona de toda la ciudad.

Cuando el auto giró por una de las avenidas, me vi en un estrecho túnel, y durante un buen trecho no vi ningún local o desviación. Tras unos minutos lo único que vi fueron las paredes forradas de metal que se deslizaban a bastante velocidad. En cuanto el auto disminuyó la velocidad, empecé a ver algunas tiendas, pero rápidamente quedaron atrás cuando nos desviamos por un túnel lateral, mucho más pequeño que la avenida y por donde solo podían pasar un par de esos vehículos a la vez, aunque si lo hacían dejarían muy poco espacio para los que fueran a pie.

El auto iba cada vez más despacio y finalmente se detuvo en una sala circular, de unos veinticinco o treinta metros de fondo y unos diez de alto, con plantas decorando los accesos a las estancias a las que se accedían desde allí.

- “Zona residencial C. Final de Viaje” -, anunció el auto -. “Puede apearse del vehículo.”

Me bajé y me dirigí a la puerta bajo el cartel de “Apartamentos Claxion”. Mientras lo hacía saqué mi tarjeta de acceso y la pasé por el lector que había en un lateral de la puerta. Las puertas cilíndricas giraron y pasé a una pequeña zona estanca, donde esperé a que las puertas continuaran girando y me dieran acceso a un pequeño vestíbulo.

Allí no había nadie. Miré a un lado y a otro y nada, ni recepción, ni encargado ni bedel ni nada. Solo un pasillo con una pantalla de datos en la que se anunciaban varios eventos que no me interesaban en absoluto y una serie de expendedores automáticos de comida. Avancé por el pasillo buscando mi apartamento y encontré un salón con tres personas allí sentadas, charlando y viendo la televisión. Pensé en entrar y presentarme, pero estaba reventado por el viaje y ya era tarde así que pensé en presentarme otro día, y así seguí buscando el apartamento, que no fue difícil de encontrar por las indicaciones del las paredes.

Allí estaba. Una puerta con un cartelito que claramente ponía “325”. Saqué la tarjeta y la pasé por el frontal de la puerta, que se abrió con un siseo, revelando un pequeño cuarto de apenas veinte metros cuadrados. Era cierto que mi camarote en el “Flecha Azul” solo tenía cuatro, pero aún así se me cayó el alma al suelo. Ese apartamento podría entrar con facilidad en cualquiera de los cuartos del mi antiguo piso. Entré, cerré la puerta y cogí de encima de la mesa de la única habitación (excepto el cuarto de baño que vislumbré tras una puesta corredera), un folleto impreso de varios folios que indicaban las normas de funcionamiento y convivencia de los “Apartamentos Claxion”.

Dejé la mochila con todo mi equipaje al lado de la puerta y me tumbé en la cama y con un suspiro me saque los zapatos. Y allí tumbado y mirando al techo solo podía pensar en que estaba en una luna helada a cientos de millones de kilómetros de mi familia y amigos. Enterrado vivo a más de quinientos metros de profundidad. Encerrado en una caja. Y en ninguna de las paredes de esa maldita habitación había una ventana.

Capítulo 3.

Tres meses. Tres meses en aquél tranquilo lugar. Sin riesgos de emboscadas, sin peligros acechando en las sombras. Con lo único que había que lidiar en aquella colonia minera eran los nuevos destinados allí (pese a que yo era de la última tanda de recién llegados), las peleas que ocasionalmente sucedían en los barracones y las aburridas guardias en este o aquel puesto. Y el escoltar a las funcionaras de transportes, a recibir a los pocos rezagados que llegaban en uno de los cargueros, era otra de esas aburridas tareas a realizar.

- Rilke ¿Me puedes recordar por qué estas necesitan escolta? Ni que los mineros fuesen peligrosos.

- Sabes de sobra que los protocolos exigen que en las recepciones estén presentes, como mínimo, dos miembros del cuerpo de seguridad -, le respondí.

- ¿Y por qué somos los únicos pringados que tienen que perderse las maniobras en la zona diurna?

- Yo, porque le debía un favor a Magnis. Y tu… porque le caes mal -, le dije riendo.

Solo éramos cuatro en aquel tren automático: la burócrata, el doctor y nosotros dos, los soldados de escolta. Ya llevábamos más de cuatro horas en aquel vagón que se deslizaba por el borde de aquel mar de metano que salpicaba y chocaba contra las negras rocas de la costa. Y aún quedaba casi una hora de viaje hasta llegar al único espaciopuerto de aquella luna.

Al parecer la burócrata estaba muy ocupada, y tecleaba con ferocidad en su portátil. Sin duda algún informe o el múltiple papeleo que solo los burócratas entienden. El joven doctor, se pasó todo el viaje leyendo algo, seguramente informes médicos, o algún libro de medicina… aunque también era posible que leyera alguna novela para pasar el viaje. Sin embargo, tanto Rash como yo ya habíamos agotado el trabajo previo por hacer, como estudiar los planos del espaciopuerto… pero además de eso, y de revisar nuestras armas y el equipo por vigésima vez, no teníamos nada más que hacer. Así que nos entreteníamos un poco mirando por las ventanas e intentando no recordar porque nos habían destinado a aquel desierto helado.

Finalmente acabamos llegando al espaciopuerto, y estábamos preparados y alerta cuando la puerta presurizada se abrió. Salimos atentos y alerta, con los rifles de asalto preparados pero sin apuntar a ningún sitio en concreto, colgando delante de nosotros y listos para disparar a cualquier objetivo. No es que hubiera peligro real, pero la costumbre y la fuerza del entrenamiento era muy fuerte y ese comportamiento resultaba tan natural como respirar.

Avanzamos atentos, mirando a todos y cada uno de los puntos de las paredes lisas del pasillo principal, las esquinas y, finalmente, la gran sala de llegadas. La sala seguía igual que la última vez que estuvimos allí. Pero esta vez estaba vacía, las disciplinadas columnas de soldados, formadas en columnas y avanzando con paso firme y resonante, ya no estaban y el frio eco de nuestros pasos resonaba en aquella abovedada sala.

No vimos a ninguno de los técnicos, ya que sin duda estaban muy ocupados con las tareas de control y aproximación orbital del carguero. No tenía ni idea que mas tenían que hacer, pero sin duda estarían ocupados. Tenían que controlar la salida del carguero lleno, la entrada del carguero entrante y, esta vez, también controlar el descenso del transporte de personal. Sin embargo, en la oficina de los controles de seguridad nos esperaba el encargado del espaciopuerto.

Un hombre de pelo largo atado en una coleta y una incipiente barriga que se ocultaba en el holgado mono naranja que utilizaba salió a nuestro encuentro con los brazos abiertos y una radiante sonrisa en su cara, parloteando sin parar. Resultaba algo cargante y falso. Tras varios minutos de parloteo entre la burócrata y él, y después de que pusiera su firma en un montón de documentos mientras lo hacía, nos condujo a uno de los controles y nos indicó que esperáramos.

Yo me aposté en la puerta exterior, la que daba a la zona de espera. Aún no habían llegado los mineros, pero en las pantallas que había en la sala se podía ver como un brillante cometa surcaba los oscuros cielos, envuelta en una lengua de fuego azul y verde que se extendía por casi todo el horizonte.

Finalmente la lanzadera tomó tierra en una de las plataformas adyacentes, y uno de los brazos herméticos se extendió hasta la puerta de la nave, pero no se unió. Permaneció inmóvil en esa posición durante más de diez minutos, y finalmente se acopló a la nave. Y la pantalla pasó a enseñar el interior del tubo de acceso. Una técnico abrió la puerta presurizada y los ocho pasajeros, todos blancos como el papel, y alguno con las piernas aún temblorosas, pusieron por primera vez sus pies en Danu6E.

Los descensos en aquellas pequeñas lanzaderas no eran agradables. Al no tener escudos, todo el impacto con la atmosfera lo recibía la nave y saltaba y botaba en todas las direcciones. Ya había realizado muchos ingresos, casi todos de práctica, y no eran muy agradables. Pero los mineros parecían que no habían sido preparados y claro, los pilotos los pillaron por sorpresa, así que seguro que habían echado hasta la última papilla.

Mientras veía como avanzaban, con su equipaje a sus espaldas, por el largo pasillo que los separaba de la sala de espera, recordé como había resultado nuestra llegada, mucho más tranquila que la que acababa de observar, por lo menos desde mi punto de vista. Sentados en las filas de aquel transporte de desembarco, tranquilamente y con amortiguadores de inercia, no sentimos el tirón de la gravedad y por supuesto ningún bote o bandazo de la nave. El descenso de la nave lo hicimos en uno de los hangares de mantenimiento, lo suficientemente amplio como para descender por las rampas laterales en formación y formar para la inspección.

El trabajo llamaba y casi habían llegado a la esclusa doble de la sala de espera. Me puse a cubierto de manera instintiva, de modo que apenas si se me veía desde la esclusa. ¿Por qué me tocaba hacer ese trabajo tan aburrido a mí?

La compuerta se abrió y los ocho mineros pasaron a la sala de espera. Tras un vistazo vi que ninguno era una gran amenaza. Todos estaban fuertes y eran robustos, pero estaban más interesados en sus conversaciones que en el entorno. Solo uno lo observaba todo, con unos penetrantes ojos oscuros, que ocultaba parcialmente con unas gafas sin montura, y no podía ocultar el desagrado que le producía estar allí. Rápidamente me vio detrás del borde de la compuerta y, tras echar un vistazo a la armadura que llevaba, siguió observando la inmaculada sala de espera. Era el más alto y el menos corpulento de los ocho y llevaba el pelo ligeramente más largo que los demás.

Di un paso al frente y me cuadré. Los siete que no me habían visto, se sorprendieron y quedaron mirando preguntándose qué hacer. Con un gesto les indiqué que tomaran asiento, y así lo hicieron.

- Rash, ya están aquí ¿Los hago pasar? -, pregunté por la radio de mi casco.

- Recibido. Que pase el primero -. Sonó con claridad en mi casco.

Consulté los datos en el visor de mi casco e indique al primero de la lista que pasara. Se levantó y acercó a mí. Abrió la puerta y la cerró tras de sí. Estaría un buen rato. Papeleo y examen médico a fondo – y mientras Rash revisando el equipaje -. Por lo menos, los militares teníamos alguna que otra ventaja, el examen médico lo hacíamos en la nave, y el papeleo lo arreglaban los burócratas asignados a la flota…

Casi tres horas vigilando a unos inofensivos mineros. Menudo desperdicio de tiempo. Y mientras tanto, el resto de la compañía haciendo maniobras de combate al otro lado de la luna. Esa si era una buena manera de estar pasar el tiempo. Disparando en el fragor del combate, preparándose para defender al Imperio, aunque solo fuese un entrenamiento. Mientras esperaban, los mineros jugaban a las cartas. Todos menos uno, el único que usaba gafas, que estuvo todo el rato leyendo una tabla de datos. A su manera, también intentaba ser productivo en medio de esta pérdida de tiempo. Ojeé la lista, a ver quién era, no solo su nombre y foto… Tellus Sextus, Ingeniero de Producción Energética de Categoría 1.

Pues sí que al pobre le habían desecho la vida, seguro que venía de una agradable ciudad de los planetas interiores. Con un montón de entretenimientos a su alcance. Y ahora estaba en la periferia, en una colonia minera semi-aislada del sistema, en la que no se podían realizar llamadas supralumínicas públicas (el destacamento de seguridad tenía un par de transmisores, pero eran de uso restringido). Ya no me extrañaba la mirada de desagrado que parecía tener de manera permanente.

Cuando por fin acabaron los reconocimientos, tuvimos que escoltar a los nuevos inquilinos de la colonia hasta el tren. La verdad es que su llegada había sido un poco deprimente, caminando solo los doce por aquella enorme sala de llegadas, en la que el más mínimo sonido sonaba como un alud. Llegamos al andén y embarcamos en el tren, dejando solos a los operarios del espaciopuerto, en su turno, al que según tenía entendido, aún le quedaban más de doce días por cumplir antes de que volvieran a la “ciudad”.

Todos tomaron asiento para el viaje de cuatro mil kilómetros hasta Tumbe, el único lugar de Danu6E con nombre, la única población como tal. Los mineros se sentaron agrupados, riendo y jugando infatigablemente a las cartas, tanto la burócrata como el médico se sentaron en los lugares en los que habían ido la última vez igual que Rash y yo. Me fijé que el único que se sentó solo, fue el ingeniero que se quedó como petrificado mirando por la ventanilla.

Por curiosidad yo también miré y lo que vi fue una helada llanura de fría piedra negra como la noche, en la que apenas si se podían distinguir los detalles y el negro horizonte se confundía con el cielo naranja oscuro en el que no se sabía donde empezaba uno y acababa el otro. Parecía como si esperara ver algo de su nuevo hogar. Tendría que aguantar durante casi cuatro horas hasta que saliera el sol y pudiera ver algo. Tal vez le podría convencer para que se sentara con nosotros.

Capítulo 2.

El viaje se hizo eterno. Veintiocho largos días en una vieja nave de carga con motor de impulsión. Durante casi un mes la “Flecha Azul” sería mi hogar. Mío, de otros ocho desgraciados destinados a la colonia y de los cuatro extraños tripulantes de la nave. Y antes de la condena en la nave, un curso intensivo de un mes en la estación espacial DS7, para que tomara experiencia en entornos herméticos, trajes de presión y tareas en baja gravedad.

Fue un gran golpe de suerte el tener que esperar un mes a que hubiese una plaza en alguna nave con destino a Danu6E, y aún más suerte al ser la DS7, donde estaba destinada mi hermana pequeña, Irine. Tardé mucho en acostumbrarme a la baja gravedad de los ejercicios y aunque me gustaba pasar todo el tiempo que podía en la zona de gravedad completa, Irine siempre estaba detrás de mí para intentar que pasara todo el tiempo en la zona de media gravedad.

No había tropezado y caído tanto desde que era un crío y jugaba en las estructuras del parque. Era una sensación muy rara, parecía flotar por el poco peso, pero la inercia de mi cuerpo me jugaba muy malas pasadas. La peor de todas fue cuando intentando ir al cuarto de baño no pude frenar a tiempo y me rompí la nariz contra la puerta, pero como esa hubo muchas otras, y pronto los sanitarios de la estación me conocían por el nombre y se mofaban de mi torpeza.

- ¡Jan! -, decían siempre -. ¡Tulius ha vuelto a esnafrarse!

Jan era una enfermera destinada a la estación, y al parecer sus compañeros estaban empeñados en emparejarnos. Y aunque acabamos haciendo buenas migas, ninguno de los dos estábamos por la labor.

El mes en la DS7 se me hizo muy corto, pero aún así al final del mismo casi le había pillado el truco a la media gravedad, y casi no tropezaba. “Casualmente”, mis padres hicieron una visita a mi hermana en la estación y de paso, como no, se acercaron a despedirse de mí.

- Mira por donde, el que nunca iban a destinar a una colonia -. Dijo con recochineo mi padre.

- ¡No digas eso! -, le gritó mi madre -. ¿No ves que lo estará pasando mal?

- Si, primero lo mandan a la colonia y acto seguido Miria lo manda a paseo -, comentó mi hermana con una media sonrisa, a pesar de la mirada asesina que le lancé. Se había pasado todo el mes burlándose de mí -. Ya te había dicho que no te convenía.

- Ya… Lo que tu digas -, farfullé con desgana -. Vamos a cenar, que tengo hambre.

Después de cenar y tras despedirme de mis padres y coger mi equipaje, me dirigí a la zona de embarque, para tomar una lanzadera que nos llevaría a nosotros, los “pobres desgraciados”, a la nave. Justo antes de llegar a la zona de acceso la vi. La “Flecha Azul”. Era muy alargada y de color oxido en algunas partes y como no estaba unida a la estación resultaba difícil (por no decir imposible para mí) calcular sus dimensiones. Flotaba a una buena distancia, pero aún se podía ver que era una chatarra vieja y desgastada, nada que ver con las naves de los anuncios de viajes y mucho menos con las magníficas naves de combate que se veían en los documentales y las noticias.

<< ¿Y tengo que hacer el viaje en “eso? >> pensé. Por simple curiosidad y mientras avanzaba, busqué la información de la nave en la base de datos públicos de la estación -, hasta ese momento no se me había pasado por la cabeza hacerlo -.La nave tenía 15.420 metros de longitud y estaba diseñada para transportar minerales. Sus bodegas no estaban presurizadas y tenían capacidad para 400 millones de metros cúbicos. Tenía gravedad centrífuga en los camarotes y dependencias comunes pero no en el puente ni en la sala de máquinas. La información de la nave seguía y seguía, pero ya había visto lo básico. Era obsoleta y vieja. Casi un milagro que siguiera funcionando.

- Veo que te ha entrado curiosidad -, dijo una voz a mi espalda. Me giré y vi que era Jan-. Esa sí que es una nave espacial.

- ¿Y no lo son todas? -, pregunté.

- No. Esa nació en el espacio y no entrará nunca en un planeta o luna. No puede -, dijo con un toque soñador en la voz.

- Se nota que eres una Pivum. Solo vosotros habláis así de las naves.

- Sí, eso dicen. En fin, tengo que ir a trabajar, pero quería pasar a desearte un buen viaje.

- Gracias, yo también espero tenerlo. Aunque lo dudo.

- No digas eso. Y no te olvides de escribir -, y dicho eso desapareció por el pasillo y me dejó mirando la nave.

Varios días después quedó claro que la última comida decente que tomé fue la de la cena en la DS7. En la “Flecha Azul” la comida era pésima, y en cada una me recordaba que, posiblemente, la de la colonia sería igual. Y el agua… sabía que eran imaginaciones mías pero su sabor me recordaba de donde la habían sacado. “En el espacio todo se recicla, nada se puede perder”, me decía mi instructor de trajes de presión, y era algo que no me agradaba en absoluto. Y las primeras veces que entré en el aseo tuve escalofríos.

De todas formas tenía un privilegio sobre el resto de los pasajeros, era el único con su propio camarote. Sin embargo eso no era un alivio. El camarote apenas si medía cuatro metros cuadrados, sin aseo. Pero por lo menos tenía un asiento, mesa y una pequeña ventana que me permitía ver la negrura del espacio y, de vez en cuando, alguna estrella o planeta que giraba y desaparecía rápidamente.

Gracias a ese “lujo” podía permitirme distraerme con el trabajo. En cuanto llegara a la colonia tendría que ponerme a trabajar casi de inmediato, y el entrenamiento general no me había dejado tiempo para ponerme al día, así que durante días estuve encerrado casi todo el tiempo estudiando los planos energéticos y diagramas de la colonia. Metiendo en mi mente la información que necesitaba y que me habían dado en el Urbs hacía ya, más de un mes.

Sin embargo, a la semana me di cuenta de que no podía pasarme el día trabajando, así que comencé a visitar con más frecuencia el comedor y poco después comencé a relacionarme con los otros pasajeros. Pero cuanto más conocía al resto, peor me sentía yo. Ellos parecían estar casi contentos por ir a la colonia. Parecían verlo como una oportunidad de progresar y de hacer algo distinto y se pasaban el viaje mirando las noticias o jugando a las cartas y apostando. Yo, sin embargo lo veía como una condena. Una condena a trabajar en una lata. A vivir en una lata. Y en mis pesadillas también veía como moría en una lata.

A pesar de todo, no conseguía relacionarme con facilidad, puede que por mi timidez o tal vez porque parecía vivir a deshoras o, por lo menos, visitaba el comedor a deshoras. En uno de los ciclos nocturnos vi al capitán Ancor en el comedor, tranquilamente recostado viendo una serie en un canal histórico cuando me miró y saludó como si fuésemos viejos amigos y me indicó que me sentara con él. Lo hice y acabamos de ver el episodio en silencio. Cuando acabó, apagó la pantalla, me miró y me dijo:

- Yo estuve allí. En Urila -.dijo sonriendo.

Yo lo miré de arriba abajo con cara de asombro. Tenía poco más que la edad de mi padre, y muchas más canas.

- ¿Cuándo…? -, le pregunté extrañado.

- Entre los dieciséis y los veinte fui destinado al “Tungus”, un crucero de la 182º Flota. Estuve en muchos planetas y pasé mucho tiempo en el espacio -, dijo sonriendo -. En una de las paradas estuvimos casi cuatro meses estacionados allí. Es un bonito planeta, sobre todo ahora.

- ¿Y cómo acabó aquí? -, pregunté asombrado.

- Ascendí, naturalmente. En una de mis evaluaciones descubrieron que no estaba hecho para la flota de combate y me trasladaron a la comercial. Primero de navegante, luego de piloto y finalmente de comandante.

- Pero el cambio de un crucero de combate a un cacharro como este…

- ¡¡Oye!! ¡Sin faltar! Esta nave puede tener sus años. Pero es fiable a más no poder y además, cada dos meses y medio puedo volver a casa y pasar una temporada con mi mujer e hijos.

- Aún así. Creo que saló perdiendo en comparación. Antes era auxiliar en una gran nave de combate, y ahora es capitán en un carguero que ni siquiera puede salir del sistema.

El capitán me sonrió y no dijo nada en un buen rato. Pero al final añadió.

- ¿Acaso crees que este fue el primer carguero que me asignaron? ¿O acaso piensas que me lo concedieron por mis fracasos?

No dije nada. Me quedé anonadado. El capitán se levantó y se marchó con tranquilidad. Y yo me quedé pensativo y solo en el comedor. Mirando por la ventana lo negro del espacio y su contraste con el horizonte negruzco y marrón del casco de la nave que se deslizaba lentamente. Pensé toda la noche en las palabras del capitán y en lo que había querido decir.

Los siguientes días los pasé solo. Curiosamente, y con lo pequeña que parecía la zona del pasaje, no me crucé con nadie. De puro aburrimiento acabé paseando por los pasillos de la nave. Nunca acabé de acostumbrarme al horizonte invertido del cilindro centrífugo. Era muy extraño mirar a lo lejos y ver como el suelo subía, tanto por delante como por detrás y se me vino a la cabeza una escena de una vieja película colonial, donde unos de los pilotos pasaba las horas muertas de su guardia corriendo en el pasillo del cilindro. Sin darme cuenta comencé a acelerar. Con media gravedad, correr era muy agradable y podía ir muy rápido. Me parecía que podría trotar durante horas por aquel pasillo, y antes de darme cuenta, ya habían pasado, de hecho, varias horas.

A partir de entonces comencé a hacerlo con regularidad, todos los días, después de pasarme horas en mi camarote, salía y corría durante horas por el cilindro. Un día el capitán Ancor apareció durante una de mis sesiones y se quedó sonriendo. Al rato volví a pasarlo y a dejarlo atrás. Cuando acabé, el capitán aplaudió y comentó:

- Vaya, para ser un ingeniero mantiene un buen ritmo a la carrera.

- Arf, arf… gracias, arf, arf -, dije resoplando.

- Veo que ha descubierto el viejo entrenamiento de las naves espaciales… Correr hasta que te quedes sin aire -, dijo con una sonrisa.

- Arf, si… Eso parece…

- Después de ducharse, venga al puente. Seguro que le gusta.

Una hora después, ya duchado y aseado me quedé parado delante de las compuertas del puente de mando, de acceso restringido y de gravedad cero. Llamé, pasé la compuerta, y noté como la gravedad del cilindro se desvanecía y la comida pugnaba por subir y salir de mi estómago. Avancé por el túnel de control y llegué al puente, donde estaba solo el capitán, sentado en su puesto, suspendido entre las enormes ventanas y múltiples pantallas holográficas, que mostraban datos indescifrables para mí.

Me acerqué lentamente y contemplé el panorama y las estrellas, quietas desde ese punto de vista, y la prolongada sombra que arrojaba el casco de la nave.

- ¿Sabe que es lo mejor de las naves de línea comercial? La vista desde el puente-, dijo sin esperar la respuesta -. En las naves de combate el puente está blindado y no hay vista directa. Desde luego no es lo mismo.

- La verdad es que es espectacular -, admití.

- Bueno, ¿por qué piensa que me concedieron el mando de la “Flecha Azul”? ¿Ya lo has meditado bien?

- Honestamente no lo sé. ¿Capricho del destino? ¿Error?

- El destino puede ser. Un error, lo dudo mucho. ¿Conoces el proceso de evaluación?

- Solo las pruebas, no los análisis que le hacen ni como los corrigen.

- No son exámenes chico -, dijo riendo -. No se pueden corregir. Solo indican patrones y características mentales y físicas, y el grado con el que se dan.

- ¿Y con eso como se asignan los destinos?

- Cada destino tiene unos patrones necesarios, y requieren una formación específica, por supuesto. Si hay o va a haber una plaza vacante en poco tiempo se escoge entre el personal adecuado.

- ¿Eso es todo? Parece un trabajo sencillo.

- Pues te garantizo que no lo es. Mi mujer es analista de evaluaciones en Danu4 -, comentó el capitán -. No se lo deseo a nadie. Imagínate el trabajo que tienen para analizar a casi 500 millones de personas cada año. Hay días que solo tienen a un millón, pero otros tienen casi dos.

Eso me dejó boquiabierto, nunca había pensado en todo el trabajo que había detrás de las evaluaciones. Siempre lo había visto como una rutina anual que debía cumplirse. Acudir al urbs de tu residencia la fecha asignada, rellenar la documentación, entregarla, someterse a los exámenes médicos y, al final de todo, someterse al análisis psítico. En Sukia solo ocupaba una o dos horas, si lo hacías todo correctamente. Por supuesto las evaluaciones de los niños eran otra historia. Hasta los cinco años se hacían de un modo mucho más exhaustivo y, por supuesto, requerían mucho más tiempo.

- Desde luego, no es la única analista del departamento, pero aún así si no fuese por los ordenadores no podrían hacer frente a tanto papeleo.

- ¿Los ordenadores dijeron que me fuese a una colonia minera? -, pregunté boquiabierto. No podía creer que fuese tan aleatorio o impersonal.

- No, no. No me has entendido -. Dijo tranquilamente -. Los ordenadores analizan los resultados mucho más rápido que los humanos. Pero corresponde a los analistas el decidir qué hacer con cada persona, y esa es mucha responsabilidad. Piénsalo con calma. Decidir año tras año el destino de la vida de tanta gente…

- Pero… -intenté continuar.

- Es todo. Ahora tengo trabajo -, dijo repentinamente serio.

Lo miré, pero no noté que hiciera nada. Es más, permanecía quieto como una estatua, pero mientras flotaba a su lado, pensé que era mejor no molestar al capitán y me retiré como pude del puente.

No volví a ver al capitán en las siguientes semanas, pero sus palabras siguieron resonando en mi cabeza hasta el último día del viaje. Tras la conversación había solicitado información del proceso de evaluación a la red global, y varias horas después la recibí y comencé a leer. Era curioso como ignoraba tantas cosas de sucesos tan básicos y comunes como las evaluaciones, los ascensos o la propia historia y sucesos en el resto de planetas.

La rutina acabó por instaurarse en mi vida, correr en el cilindro en el ciclo nocturno, justo después de una dura sesión de estudio y después de eso y antes de irme a dormir ver algunas series en el comedor, con el resto del pasaje.

El viaje llegaba a su fin, y aunque las pocas palabras que me había dirigido el capitán seguían dando vueltas en mi mente, había una cosa en la que no podía dejar de pensar. Aquella tarde en el café y el malicioso desprecio que apareció en los preciosos ojos verdes de Miria cuando le comuniqué mi ascenso.