Capítulo 14.

Las horas de constantes ejercicios y entrenamientos estaban bien. Pero se notaba la tensión en el aire del cuartel y al final del día, por mucho ejercicio que hubiéramos hecho, no era suficiente para cansarnos y poder dormir con tranquilidad. Queríamos más. Necesitábamos más. Las venas palpitantes, los músculos tensos y el olor del sudor y la violencia.
Mientras estaba sentada contra uno de los mamparos del campo de tiro esperando mi turno para practicar, y con mi rifle de asalto entre las manos y el cuerpo sudado dentro de la armadura, me di cuenta de la ironía. Hacía una semana todos estábamos tranquilos y relajados en una rutina de mantenimiento. Pero una mañana, habíamos pasado de la más absoluta tranquilidad a una Alerta Cuatro. Solo hacía unos pocos días, pero el ánimo de todos había cambiado y queríamos pelear. Y si alguien era lo suficientemente insensato como para hacernos frente lo pagaría caro.
El turno de la calle por fin me llegó y avancé agachada y corriendo a la vez que cargaba el rifle y me tiraba sobre el suelo, a cubierto detrás de un saliente de la pared y comenzaba a disparar. Como siempre el primer tiro se me desvió, pero el segundo y los siguientes fueron sin falta hacia la figura proyectada.
La munición que disparaba era real y letal. Muy letal, en realidad. Los pequeños proyectiles híper acelerados, cargados y de apenas un centímetro de largo y más finos que un pelo, causaban un daño tremendo al impactar. Mientras disparaba, como tantas otras veces, vi como una corta línea de color blanco azulado que salía de la boca de mi cañón, y se apagaba rápidamente al atravesar la figura de entrenamiento e impactar contra la pared del fondo de la galería de tiro.
Aquí cada impacto, solo dejaba un pequeño cráter humeante en la negra capa viscosa de la zona de recuperación, que además se cerraba por si sola en unos pocos minutos. Pero recordaba claramente como en Seydlitz ese tipo de proyectiles dejaban cráteres de más de un palmo de ancho en las paredes de las ciudades y las minas.
Precisamente, porque el comandante Portgas recordaba cómo había sido aquello, había consentido algunos entrenamientos con munición letal. Los únicos que podíamos usarla éramos algunos de los jefes de unidad, habían conseguido que me dejaran seguir practicando con esa munición. Me habían dado dos cargadores llenos para practicar hoy. Cuatrocientos disparos. Más que suficiente para poco más de una hora de práctica.
Casi había acabado el primer cargador cuando oí un fuerte ruido a mis espaldas. Era una pelea. Ruz y Marial se habían agarrado mutuamente y la primera intentaba asfixiar a la segunda con una llave cerrada. Le puse el seguro al rifle y me lo coloqué en el hombro y, caminando con lentitud, me acerqué a ellos. Vi como los otros dos miembros de la unidad dos de mi escuadra, a la que aquellas pertenecían, coreaban sus nombres y las animaban mientras el resto de soldados que había en la galería de tiro, dejaron de disparar poco a poco y comenzaron a animar y vitorear.
Mi unidad también empezó a animarlas, y tras ver que era la única suboficial presente, no me quedó más remedio que intervenir. Me abrí paso a través de los curiosos que ya formaban un amplio círculo en torno a las dos soldados que se peleaban, ahora tumbadas en el suelo y, noté como a mi paso, todos se iban callando sin necesidad de decirles nada.
Todos, salvo Ruz y Marial, que seguían rodando en el suelo y atenazándose sin parar, haciendo llaves y dándose golpes una y otra vez, ahora en un silencio absoluto. Las dos eran buenas en combate cuerpo a cuerpo y se les notaba, pero también se llevaban bastante mal desde hacía unas semanas.
- Todos un paso atrás. Dejadles sitio-, dije con tranquilidad y todos obedecieron con miradas de curiosidad-. Seguro que es una pe… un entrenamiento por algún motivo importante. Sentaros y mirad el espectáculo con calma.
La lucha seguía, y ninguna de las dos cejaba o se tomaba un descanso. Intercambiaban puñetazos y patadas sin descanso y ambas comenzaban a tener zonas de la piel expuesta enrojecidas, y comenzaban sangrar por pequeñas heridas en la cara. Tras dejar que el combate siguiera durante casi cinco minutos, pude ver de reojo como un par de policías militares se asomaban por la puerta de la galería. Con un gesto les indiqué que esperaran un momento y me hicieron caso casi de inmediato, para mi sorpresa.
Pero casi al mismo tiempo vi como Ruz, ahora separada cerca de metro y medio, comenzaba a mover su brazo derecho hacia el pecho. Conocía de sobra ese movimiento y no pensaba permitirlo.
Cogí carrerilla, y le propiné un puñetazo en la mandíbula, que hizo que se tambaleara y, acto seguido y de modo automático, le propiné una patada en el costado de la rodilla, que la hizo caer y soltar el cuchillo de combate que estaba desenvainando. Los policías corrieron hacia nosotros, con las escopetas sónicas preparadas y la armadura completa y acabaron con ellas apuntando a Marial y a Ruz, mientras vigilaban a los espectadores de reojo.
- ¡Eso si que no lo voy a permitir! -, le grité a Ruz, mientras estaba aún medio aturdida en el suelo-. ¿Cómo te atreves a usar un arma contra tu compañera?
Miró a Marial y a mí respectivamente con verdadera ira, tumbada en el suelo y con la boca de la escopeta a apoyada en su pecho. Pero no dijo nada. Los policías las “escoltaron” hacia la salida, encañonadas y con las manos colocadas en la nuca salieron de la galería de tiro. Todos se quedaron mirándolas sorprendidos de lo que acababa de pasar y comenzaron a formar pequeños grupos y a charlar entre ellos.
Uno podía pelearse con sus compañeros, era normal que pasara cuando había mucha tensión en el ambiente que uno acabara estallando. Pero utilizar algo que no fuesen los puños o el propio cuerpo era completamente impensable. El mero hecho de sacar un cuchillo, o tan siquiera intentar sacarlo, garantizaba una larga estancia en los claustrofóbicos calabozos.
Cogí el cuchillo, que se había clavado en el suelo hasta casi la mitad de la hoja, y salí detrás de los policías para testificar. Rápidamente alcancé al grupo y los seguí por los anchos pasillos del cuartel hasta las oficinas del regimiento, desde donde se accedía a los “sarcófagos”, los calabozos.
Cuando entramos en las oficinas de la policía, el guardia de las puertas ni se inmutó al paso de los policias y los prisioneros, pero al pasar yo, se cuadró chocando los talones. Lo saludé rápidamente. No acababa de acostumbrarme al tratamiento del rango. No hacía tanto que era yo la que se cuadraba cada dos por tres. Aún tenía que hacerlo, pero con menos gente.
Un sargento en uniforme de diario y con cara de pocos amigos nos esperaba sentado a una mesa metálica. La cicatriz que le cruzaba la cara no ayudaba a suavizar su mirada asesina y la pistola que reposaba encima de su mesa, tampoco.
- ¿Qué tenemos aquí, muchachos? -, dijo con una voz rasposa y echando apenas un vistazo al grupo.
- Dos soldados rasos, pelea en la galería de tiro tres, señor.
- ¿Y ella? -, dijo señalándome con el bolígrafo.
- Jefe de grupo de su escuadra-, dije con firmeza-. Presencié y detuve la agresión.
- Entiendo-, dijo con calma-. ¿Y ese cuchillo?
Se lo expliqué concisamente, y conforme lo hacía, vi como el desagrado se extendía por la cara del sargento mientras fusilaba con la mirada a Ruz. Cuando acabé, me indicó un banco y que esperara allí hasta que pudiera prestar declaración.
Allí sentada pase un buen rato, mirando como uno de los burócratas acudía rápidamente hasta la mesa con su portátil y tecleando con agilidad, iba pasando documentos al sargento que firmaba uno tras de otro. Mientras esperaba que me tomaran declaración, un par de capitanes pasaron por delante de mí charlando animadamente y, obviamente me cuadré a su paso. Mientras lo hacía pude escuchar su conversación:
- … vamos a más. Con esas dos ya llevamos dieciséis detenidos hoy -, decía uno-. Y todos por peleas.
- A este ritmo en una semana estará detenido todo el regimiento -, rió el otro.
- Lo malo es que creo que los que más ganas tienen de pelea somos nosotros y no los mineros -, le cortó el primero preocupado -. Si se arma, por poca que sea la escalada…
Dieron la vuelta a una esquina y no pude seguir la conversación. No pude pensar mucho en ella, porque me llamaron casi de inmediato, para mi declaración. Tras prestarla y firmarla, salí de la oficina y volví hacia los barracones. Ya no tenía ganas ni tiempo para volver a la galería de tiro, así que me fui directa al gimnasio del cuartel.
- ¿Qué ha pasado en el campo de tiro?-, me dijo Magnis mientras entraba en el barracón para cambiarme-. Me acaba de llamar el capitán de la policía militar y me ha dicho que Ruz y Marial están detenidas.
- Se pelearon en la galería de tiro-, dije secamente -. Vengo de llevarlas hasta la oficina de la policía y de declarar.
- ¿Y solo por eso me quedo sin media unidad? -, preguntó enfadado Tásin, el otro jefe de unidad -. Hay peleas constantes que ni se reportan.
- No. Se ha quedado sin un miembro de la unidad porque la soldado… Ruz, intentó sacar el cuchillo para usarlo contra su compañera -, sonó con firmeza una voz a nuestra espalda.
Era el mismísimo comandante Portgas, que avanzó en solitario mientras todos los del barracón nos cuadrábamos y saludábamos.
- Descansen y siéntense-, dijo con seriedad-. ¿Está toda la escuadra?
- Sí, señor-, dijo Magnis cuadrándose-. Salvo las dos arrestadas, por supuesto.
- Bien. Lo de la pelea me trae sin cuidado-, dijo-. Así por lo menos se entrenan en combate cuerpo a cuerpo. Por eso solo pasarán veinticuatro horas en el sarcófago. El problema es el cuchillo.
- Señor, esa falta se pena con dos meses de reclusión en aislamiento-, dijo Tásin con cierto aire dubitativo-. Con una reclusión tan larga perderíamos efectivos, señor.
- Cierto. Pero como estamos en alerta, he conmutado la sentencia por algo más… expeditivo-, dijo con una intensa mirada-. Pero además, y por culpa de esa soldado, os dejaré como una de las escuadras de reserva, acantonadas en el cuartel.
Todos nos quedamos con los ojos abiertos. Estábamos entre las mejores escuadras de la luna y siempre habíamos dado por sentado que seriamos de los primeros en entablar combate. Mientras el comandante salía de los barracones nos quedamos en silencio y, poco a poco, comenzamos a movernos y a intentar pasar el tiempo.
Mientras me duchaba, sola en las enormes duchas del batallón, repasaba cuales podían ser el los castigos que veríamos en poco más de 22 horas. Los métodos expeditivos más usuales eran o los latigazos o los varazos. Los primeros eran más usuales y permitían que después de recibirlos se pudiera volver, casi de inmediato, al servicio.
Los segundos eran mucho más problemáticos. Las varas utilizadas eran muy duras y casi sin excepción, rompían huesos y machacaban los músculos a cada golpe. El que recibía el castigo, rara vez era capaz de volver al servicio antes de una semana. Aún recordaba cómo había acabado un cadete, el primer año que pasé en la academia, por robar una ración dominical de la cocina. Al tercer varazo había quedado inconsciente, así que lo reanimaron y continuaron con los dos varazos que quedaban. Tuvieron que sacarlo a rastras hasta la camilla, y no volvimos a verlo en un mes.
En las academias los castigos expeditivos estaban a la orden del día y los chasquidos de los latigazos sonaban a menudo en el patio de armas, y aunque fuesen látigos especiales, el sonido y el momentáneo dolor impactaban y marcaban mucho, sobre todo a los diez años.

No pude dormir esa noche. Soñaba una y otra vez con la academia, pero lejos de recordar los buenos ratos que pasé allí, solo acudían a mi cabeza los malos. Los castigos públicos, la privación de comida y agua, el miedo que pasé al principio… Soñé con aquellos latigazos que me había ganado por no saludar correctamente a mi instructor. O aquellos por estornudar en unas prácticas de camuflaje y ocultación. No paraba de soñar con los castigos y sobre todo con el teniente Micail Dirge, el oficial encargado de los “correctivos”. Aunque todos lo conocíamos como el Verdugo.
La mañana pasó sin mayor novedad, con los entrenamientos rutinarios y ejercicios matutinos. Y aunque se notaba mucho la falta de Ruz y Marial, nos las arreglamos para hacer los entrenamientos tácticos. Tomando posiciones bien defendidas pese a nuestra inferioridad numérica.
Tras la comida y unas pocas horas en la biblioteca de la base, se convocó a todo el regimiento para que formara en el campo de entrenamiento. Era el único lugar de toda la base donde se podía formar a todos. Corrí a colocarme la armadura y con el resto de la escuadra avanzamos desde el barracón, por los pasillos hasta la entrada del campo, donde las columnas de soldados avanzaban regularmente dirigidos por la policía militar.
Había varios periodistas civiles, con sus cámaras en la cabeza y el micrófono delante de la boca. No habían ido a exhibirse. Iba a ser un castigo público y retransmitido. Tres gigantescas pantallas holográficas flotaban detrás de un pequeño escenario, proyectando la bandera azul con estrellas blancas de la Federación.
Cuando formamos en un perfecto orden, con los cascos abiertos y los rifles en la espalda. Sonó con claridad una voz autoritaria en nuestro oído:
“Regimiento. Saluden”. En ese momento casi mil quinientos brazos derechos se movieron al unísono y los respectivos puños chocaron contra los pechos produciendo un ruido claramente audible contra el blindaje. Tras exactamente tres segundos, los brazos volvieron a reposar en un lateral y entonteces sonó un sencillo mensaje, aunque esta vez, también se oyó por la megafonía y lo retransmitieron las enormes pantallas del campo y los visores laterales de nuestros cascos.
- Regimiento 433º de Danu. Seguimos acantonados y listos para cumplir con nuestro deber -, dijo el comandante mientras avanzaba con su traje de combate. Era igual que el nuestro, salvo por el triangulo negro que cruzaba el pecho y por las insignias que tenía en el hombro -. Sé que es duro controlarse en un estado semejante, pero es nuestro deber hacerlo. No podemos permitir que surjan rencillas entre nosotros que nuestros enemigos podrían saber utilizar contra nosotros.
Dos soldados en uniforme, esposadas avanzaron escoltadas cada una por dos policías militares. Y formaron al lado del comandante. No saludaron.
- Escuadra 214º. Formen en el penal -, sonó con fuerza en nuestros cascos.
Avanzamos en formación y ascendimos por las escaleras, siendo enfocados en todo momento por las cámaras de los periodistas. Veíamos nuestras imágenes en las pantallas, y cuando finalmente formamos, se procedió a la “liberación” de Marial y su incorporación a la escuadra.
- Soldado -, dijo glacialmente el comandante-. Ante las pruebas presentadas, ha sido condenada por intento de asesinato a una compañera de armas, que intentó perpetrar con un cuchillo de combate reglamentario. ¿Tiene algo que alegar?
- No, señor. Soy culpable de dicho cargo, señor -, dijo Ruz, con la voz ligeramente ahogada.
- Dado que estamos en Alerta, se le ofrece la opción de conmutar la pena de larga duración por una expeditiva. ¿Cuál escoge?
- Pena Expeditiva, señor -, dijo palideciendo.
- Sea. Se le condena a cien latigazos.
Y tras asentir con la cabeza, y mientras los dos policías le sacaban la parte superior del uniforme, y la ataban a las dos columnas metálicas, el comandante empuñó un látigo plateado, con fibras metálicas y pequeñas bolas en toda su longitud y lo hizo chasquear una vez en el aire.
- Escuadra 214º… procedan -, ordenó tendiéndole el mango a Magnis -. Diez latigazos cada uno.

2 comentarios:

  1. ¿Creeis que es un castigo cruel? ¿O sería mejor que la condenaran a dos meses en una habitación cerrada de 1 metro de ancho, dos de largo y cuatro de alto?

    Y por último ¿Vosotros le darías muy fuerte?

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  2. Lo veo un poco exhagerado. Pero claro, los soldados tienen que ser violentos y agresivos, ¿no?


    Y no, yo no le daría muy fuerte...

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